El reloj está próximo a anunciar las 16:53pm, hora que marcará el segundo aniversario del desastre natural más devastador que Haití haya sufrido en sus dos siglos de historia post-colonial. Una historia visiblemente marcada de hondas cicatrices, grabadas con la voraz mano del hombre, ese mismo hombre que hoy clama indignado consuelo y solidaridad con el pueblo Haitiano. En honor a las más de 150.000 vícitmas mortales y a los demás millares de desplazados y afectados de esta infortunada catástrofe, quisiera dedicar unas líneas que permitan exponer pequeños pincelazos del mísero drama que se vive en el país más pobre del hemisferio Occidental.
Por respeto al pueblo Haitiano, no voy a centrar este escrito en la antropología de la idiosincracia de los habitantes que lo conforman, ni en los múltiples e interminables problemas de todo tipo de violencia en los campamentos, así como tampoco en los innumerables diagnósticos que endosan la responsabilidad de la situación de orden público a la incompetencia del gobierno y las frágiles instituciones que administran el poder. Considero, por el contrario, que un escrito digno y objectivo con la dramática situación que se vive en Haití, y que a su vez tenga la intención de conmemorar a sus históricas víctimas en este segundo aniversario del terremoto, debe al menos hacer el esfuerzo de comenzar por un análisis que trascienda la densa telaraña de grupos e intereses girando en torno al proceso de reconstrucción, así como también la oscura nube de sensacionalismo mediático que termina por contaminar los varios escritos y especiales televisivos realizados con el mismo noble propósito. Si bien no tengo claro por donde comenzar mis reflexiones personales, si creo saber por donde no es conveniente hacerlo.
Durante los meses de Septiembre a Diciembre tuve la oportunidad de trabajar en un proyecto de reestructuración de una organización de emprendimiento social, llamada Economic Growth Initiative for Haiti. Fueron alrededor de noventa días que me permitieron echarle un vistazo rápido a una dimensión humana desconocida para mí hasta ese momento. En este tiempo y durante este proceso tuve la fortuna de interactuar con pequeños y grandes empresarios locales; altos miembros de ONGs; miembros de todas las esferas de la sociedad; trabajadores humildes y soberbios, luchadores e incompetentes; mujeres y hombres blancos, negros y mestizos, pobres y ricos, emprendedores y perezosos, coherentes e insensibles, conformistas y revolucionarios. Y sin embargo, noventa días se quedaron cortos para lograr comprender holísticamente y dentro de la perspectiva que lo requiere el papel cotidiano que cada uno de ellos juega en el fascinante mundo de la supervivencia humana. Es en este mundo Darwininano y salvaje donde hoy habita el primer país independizado de America Latina.
La supervivencia, impulsada en gran medida por la ausencia del aparato estatal y en otros aspectos por el legado de la intervención foránea y la herida post-colonial, es el alma mater de Haití. Es el alma del imaginario colectivo, el libreto de la función cotidiana, la mano invisible de la selección natural que allí abunda. Algunas de las personas con las que conversaba me contaban cómo minutos después del terremoto la población permanecía en un estado de shock tal que no les permitía comprender la magnitud de lo que les había acabado de suceder. Otros, con cierto grado de indignación, recordaban la poca solidaridad entre Haitianos para ayudarse unos a otros minutos después de la catástrofe. Me llegué a enterar, incluso, que un terremoto de esas características venía siendo vaticinado desde hacía algunos años, y aún así no hubo ningún esfuerzo colectivo de preparación para el desastre. Cómo es posible explicar todo lo anterior? Sinceramente, no sabría hacerlo, pero sí creo que tendría sentido ubicarlo dentro del espectro del alma mater; de la noción e interpretación de lo que significa sobrevivir.
Hoy, dos años después del terremoto, un 50% de las ruinas siguen vivas en las calles; medio millón de desplazados amanecen día a día bajo un cambuche con piso de polvo rodeados de bultos de ropa y alimentos, su único patrimonio; alrededor de 13.000 ONGs frecuentan calles, restaurantes, playas, hoteles, bares, y supermercados, creando una relación inversa entre la inflación en estos servicios y los avances en la reconstrucción; la mitad del presupuesto de reconstrucción ha sido invertido en el establecimiento de las operaciones y burocracias de dichas organizaciones; se le cierran puertas a víctimas desesperadas que buscan una mejor oportunidad en países vecinos; se contratan firmas extranjeras para la reconstrucción de viviendas en detrimento de los contratistas locales; se establecen parques industriales en zonas francas con un salario mínimo inferior al resto de las industrias y ubicados a grandes distancias de los campamentos de los trabajadores; entre muchos otros factores que abundan y no vale la pena nombrar.
Cuando se vive para sobrevivir no hay proyecciones, no hay plan de vida, no hay consenso colectivo como nación, no hay futuro que valga. Sólo existe aquella acción por medio de la cual la vida logró subir al escalón del presente, lo que genera un apego por inercia a aquello que permitió poner el escalón. Dentro del ámbito de la supervivencia, en el caso de aquellos que no tienen nada el escalón toma su forma a veces como subsidios u otras formas de ayuda humanitaria, a veces como un micronegocio informal, a veces como el secuestro de gente inocente, a veces como trabajador de maquiladora, a veces como un falso positivo a nivel de desplazamiento, y en el caso de mujeres y niñas, a veces ofreciendo el cuerpo como moneda de cambio. En el caso de aquellos que hacen parte de alguna estructura económica, política o humanitaria, el escalón toma su forma a veces como ingresos por corrupción, a veces como importación por contrabando, a veces como un proyecto social de papel, a veces como explotación laboral indiscriminada, a veces como una amistad que conviene, o a veces simplemente como un observador más de todo lo que ocurre. Sin embargo, también existen unos pocos seres humanos valiosos con visión constructiva de país y que buscan inyectar con pequeñas gotas de nacionalismo saludable a sus más cercanos, y para ellos el escalón toma su forma como una estructura en la cual se debe apoyar la base de la sociedad para ir rompiendo poco a poco el paradigma de la supervivencia.
Dos años después del terremoto todavía reina la incertidumbre y la desolación. Si se habla de que no hay esperanzas para un estado fallido como lo es Haití, se habla entonces de que nunca habrá esperanzas para ningún país en el cual su gente no tenga opción diferente a sobrevivir, y entonces el aparato del desarrollo se debería ver forzado a reconsiderar su política y discurso humanitario. Aquellos noventa días fueron suficientes para que una parte de mi corazón se quedara en este frágil país, y por esta y muchas otras razones deseo con todas mis fuerzas que la comunidad internacional y los múltiples actores vinculados al proceso de reconstrucción canalizen sus sentimientos nobles en este histórico día para que tantos promesas y sueños de papel se hagan realidad.